No es casual que un país poco memorioso, con una capital bordeada por un río de aceite virulento, que vende/regala desde sus trenes hasta su agua, se desvele por la contaminación de una fábrica ajena. Bienvenida sea la preocupación por el medio ambiente; ojalá las protestas por la tala, la minería, los infinitos efluentes industriales, las radiaciones nocivas, gozaran de tanta capacidad de sostener el reclamo... y de la misma difusión en los medios masivos.
Tampoco es casual que un amable paisito de gente pacífica y educada decida instalar una planta no permitida en el mundo desarrollado, precisamente a metros de la orilla de un río que es límite internacional, y tan groseramente expuesta ante una de las ciudades más turísticas entre las que miran al río. El próximo paso en la venganza –"ellos nos ensucian el agua, nosotros los dejamos sin turismo"- aparece con una lógica casi evidente.
Ni es casual que la puesta en marcha de la planta se adelante para que coincida con la cumbre iberoamericana de presidentes, donde el contacto cotidiano potencia las tensiones y las vuelve un espectáculo indigno, que rebela a argentinos y uruguayos.
Hoy el Gran Hermano (¡pero el de verdad!) bajó el pulgar. Su ojo avezado vigila, sonriente.